martes, 25 de mayo de 2010



CIRCE, EN MORADO BERENJENA.








-¿Sabes a qué huele un relato?
-No.
-Yo tampoco, pero te aseguro que éste huele a ti.





El silencio de la habitación, que era toda de él nuevamente, lo invitó a tenderse en la cama. Eran las siete y media de la mañana de un lunes festivo. Acababa de regresar del aeropuerto. Estaba despidiendo a Violeta. Estiró la mano para poner algo de música. Dudaba entre Edith Piaf Y Chabela Vargas. Escogió la segunda. “Cantantes de viejo”, decía una ex novia. El olor a sexo y café que dejaron en la habitación a las seis, cuando salieron, se disipó. Exhaló un aire demasiado pesado que superaba el peso máximo que su alma soportaba en ese momento. Observó todo, los libros en la mesa de noche, los pábilos quemados en los veleros improvisados, las envolturas de los preservativos, las almohadas que conservaban el negro de sus cabellos disgregados y un levísimo aroma a amoniaco por el tinte capilar. Sus pulmones quedaron sin aire pero no se asfixiaba. Se acordó de Violeta perdiéndose en ese pasillo del aeropuerto que lleva a los aviones. En ese monstruo moderno que representa el principio de la distancia. De la distancia que tiene el don de deshumanizar y en la deshumanización que tiene la pasividad del olvido. Violeta, carajo, Violeta y sus malditos juicios de valores. En cuestiones de amor es tan culpable el implora perdón como el que no lo otorga. Pero esto ya no se trataba de amor. Por eso no existían culpables. Era el dinamismo de las vidas. Recogió unas envolturas de preservativos y cambió la música. Se sirvió otra taza de café. La segunda del día. Estaba tranquilo. Le negaron un perdón que exigía pero no le importaba. No le creyeron cundo dijo que cambiaría no porque no le creyeron realmente sino porque sus cambios no eran trascendentales en la vida de Violeta porque a ella eso no le interesaba.

El aleteo de unas palomas en la calle lo sacaron de sus pensamientos.

Prendió otro cigarro. Fumó sin para. Seguía tendido en su cama. Quiso morir, no por pena ni por ganas reales sino por pensar en algo diferente. Se acordó de Fausto, el Italiano, el del restaurante, él de setenta y ocho años, la última persona interesante que había conocido hacía poco tiempo. Era una falta de respeto con Fausto morir antes que él. Estaba agotado, agotado por jugar al amante todo el fin de semana. Recordaba la belleza de Violeta desnuda en su cama. La textura de durazno en su piel, en el dorado que producía el amarillo de la lumbre de las velas al entrar en contacto con ella. Después de hacerle el amor le gusta asegurarse de que esos ojos existían, de que su cabello no era la sombra eterna de una noche de playa blanca, de que su boca era más que una exquisita ilusión estética. Se sintió dueño indiscutible del reino de los cielos aquí en la tierra. Recordaba las actitudes de Violeta en el rito del sexo, nada compatible con su sonrisa de niña. Maldijo la hora en que la convirtió en su novia. Se hubieran quedado como amantes y todo habría sido mejor. La diferencia que hacía en su vida entre la amante y la pareja era un gesto de cinismo encantador que reconocía con orgullo. La pareja te preocupa, incluso cuando no estás con ella; la amante, al contrario, es tu vida entera cuando está contigo, una vez se marcha deja de existir. La amante devora de una sola zarpada, entrega todo porque para ella no existe un “algún día”, en cambio la pareja tiene la oportunidad de entregarse sin prisas por esa seguridad de una próxima vez. Prendió un cigarrillo con la colilla de otro. Estaba tranquilo. Sabía y confirmó que si esperas que una persona actúe contra su naturaleza el resultado será indiscutiblemente una decepción. Pero se extrañaba de eso. No estaba decepcionado. Comprendía lo sucedido y lo entendía hasta el fondo de su alma. Sintió un poco de lástima por ella. La vida le daba la oportunidad de mostrarle muchas cosas y no le interesaba verlas. Le faltaba magia. No serían amantes espontáneos porque a ella no le interesaba. Esas experiencias solo le habían dejado unos orgasmos a medias, un corazón de piedra y unas lágrimas de vidrio molido. Colgó un rótulo al cuello de sus recuerdos en el que se leía “amante especial”. La catalogó como la más hermosa de todas las amante que jamás hombre o mujer, mortal o inmortal había poseído. Violeta, su amante espléndida, entendió con él que los orgasmos son más que una manifestación biológica, más que una pequeña muerte, que algunos continúan después del sexo, que existen orgasmos que duran leves segundos pero se aferran a la existencia humana toda una noche, toda una vida.
El corazón, en un gesto de rebeldía, se le detuvo durante cinco segundos. La cama estaba tibia de nuevo. Era la calidez fría de la soledad. La notó cuando su morfología sucumbió ante el frío de la muerte. Flotaba tranquilo en un mar de morfina tibia. Vio a Violeta mientras respiraba los humos del océano embriagador. Violeta, la de cabellos de noche eterna, la de sudor de aceites de almendras, la de las aceitunas verdes enclavadas en las cuencas de sus ojos, la de las tetas marmóreas, la de piel broncínea, la de boca sangrante, la de susurros de lluvia, la de voz de trueno, la de culo de hembra dispuesto e inagotable, la de cuello de flamenco rosado, la del cuerpo extendido; provocativo, como hoja blanca dispuesta a tragarse la tinta pecadora , la de rostro plagado de estrellas de chocolate, la de respiración agitada, la de aroma a Vaporub, la de sexo exquisito, con textura cremosa de jalea de tamarindo

1 comentario:

  1. Cuando alguien escribe una parte de sí muere...
    Otra resucita...
    El domingo Lilith y yo llegamos a una conclusión funesta pero verídica: siempre que se conoce a alguien se va a sufrir irremediablemente.
    I-rre-me-dia-ble-men-te.
    Un abrazo.

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