martes, 11 de mayo de 2010


Era un sueño atormentador. Se revolcaba en su cama. Quería despertar, pero cada vez que lo conseguía se encontraba nuevamente en su sueño. Le sucedió una decena de veces, despertaba en su mismo sueño. La imagen en su mundo onírico era aterradora .Afuera todo estaba intacto, como lo dejó entes de acostarse, con las características inmutables de su habitación. El reloj que marcaba las dos y media de la madrugada esperando dar las siete para activar el sistema despertador, las cobijas azules que olían a sudor y a sexo de todo tipo, del que se hace con amor y del que se hace con ganas físicas, el estante recién comprado donde estaban sus libros. Ahí reposaban en una convulsionante calma desde Homero hasta Unamuno. La piedrecilla que vino desde el coliseo Romano, sí, aquella que cruzó todo el Atlántico para adornar una biblioteca en el otro lado del mundo. El insignificante mineral yerto y gris conoció tierras que el más grande de los emperadores no supo siquiera que existían, el indeleble olor a humo de tabaco que flotaba en el espacio impregnándolo todo, incluso el agua de colonia que se aplicaría al día siguiente antes de salir de su casa. El, dueño absoluto de cuanta baratija o cosa de valor había en ese cuarto, dormía, se retorcía en su sueño macabro. Movía la cabeza de un lado a otro en gesto de negación. Su cuerpo sudaba como hereje medieval ardiendo en una hoguera a pesar del frío que causaba la lluvia que caía aquella madrugada. El viento reventaba las gotas gruesas contra el cristal de la ventana, parecía que afuera todo sudaba también. La cama estaba mojada como si estuviera a la intemperie, la lluvia salitrosa de su sudor la empapaba. Una abuela lo miraba desde una fotografía existente desde antes de que él naciera, una abuela menor que él, imposibilitada por la realidad de la foto para secarle el sudor de la frente, o, por lo menos prepararle un agua de azúcar ahora que se levantara con el corazón palpitándole con ímpetu incontrolable en la garganta. El sueño irrespetaba todas las teorías académicas que sobre ello se hubiera dicho, era un sueño que no parecía un sueño pero se sentía como tal, era extenso, carajo, sí, era interminable. Despertaba una sensación de espacio y tiempo tan real que parecía poderse tocar con la yemas de los dedos. Los ojos cerrados, tendido bocarriba, creyendo que cada una de las gotas de sudor eran realmente gotas de lluvia que salían de su cuerpo. Tenía sed, la boca llena de arena salada de mar. Mordía los granos con las muelas hasta hacerlos un material asfixiante. La agonía se incrementaba cuando tragaba el polvillo en que convertía aquellas partículas que forman la arena. Despertó ahogado, robándole una bocanada de aire al espacio de su habitación, ese aire que sentía espeso y difícil de tragar, ese aire con un sabor amargo como la hiel. Se fue adaptando lentamente, reconociendo cada uno de sus objetos, la mesita de noche, sí, aquella que antes de dormir le recibía el libro y se lo sostenía mientras dormía y durante el día siguiente y durante el tiempo que fuera necesario, hasta que a él se le antojara leerlo de nuevo. Todo era real otra vez. Sintió una gota salada que se escurría de su ojo, pensó que era raro que estuviera llorando porque no sentía deseos de llorar, era una gotita salada, arenosa, que le incomodaba. Era una gota de sudor, sus ojos sudaban. Se tranquilizó por fin cuando reconoció el aroma a cenicero colmado y a varitas de incienso de jazmín, estaba en su habitación. Así, tendido boca arriba, se durmió de nuevo hasta el amanecer.

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