miércoles, 12 de mayo de 2010


La soledad de un tal Gabo.

La primera vez que vio un escritor tenía 5 años. Fue en el sepelio de la esposa de Joaquín Morelo, un negro esbelto, con unas motas de algodón adornándole la cabeza. Joaquín fue amigo del abuelo materno de un tal Gabo y era el padrino de su madre. Joaquín era el viudo, el escritor. Un tal Gabo escuchó las palabras del negro frente al féretro de su mujer en ese momento aterrador que produce el sonido de la tierra al caer sobre el ataúd. Es el sonido que nos dice que la muerte es real, que la ausencia absoluta empieza de una vez por todas. Todo desapareció para Un tal Gabo, las personas se difuminaron, lo mismo sucedió con las flores marchitas de las tumbas olvidadas, con el susurro de las hojas en los árboles esbeltos alimentados con los jugos subterráneos de los cadáveres. Sólo quedó la voz del negro y los oídos de Un tal Gabo. Eran palabras perfectas, saturadas de emoción, profundas, contundentes. Las personas de los entierros cercanos se acercaron a llorar a la muerta ajena. Las palabras del negro los atrajo como las notas del flautista a las ratas. Lloraban frente a un muerto que no era el de ellos. Las palabras causaban más conmoción que el rito de los sepelios.

Siendo mayor, un tal Gabo visitó al escritor en su casa, esta vez no necesitó que su madre lo llevara, ya no era un niño, podía ir solo. Tocó la puerta en un cuchitril de Getsemaní. Los años habían tocado a Joaquín, estaba un poco más viejo, y aun recordaba con melancolía a su esposa muerta. Hablaron toda la tarde, pero lo que más recuerda un tal Gabo, según me dijo una noche que jugábamos a hacer música, fueron dos frases que salieron de la boca de Joaquín, ya sin dientes.

-¿Escribes todavía?- Preguntó un tal Gabo.

El viejo respondió:

- Mire mijo, hay tantas cosas buenas por leer que decidí dejar de escribir tanta basura

- Quiero escribir, quiero ser escritor.

- Entonces, acostúmbrese a su soledad. Es el precio que hay que pagar por este oficio. Tendrás muchos amigos y un centenar de mujeres, pero hay una soledad permanente que no se puede evitar jamás en el escritor.

La sentencia se cumplió al pie de la letra en la vida de Un tal Gabo. No hubo amigos ni mujeres, no hubo siquiera lectores. Un tal Gabo empezó a escribir y se condenó. Se condenó sin sentencia, se condenó sin recursos de apelación, se condenó sin juicio previo. Condenó a su sexo, condenó su voz, condenó su tacto, liberó su razón de ser.

Ella estaba sentada con un libro abierto sobre la mesa de madera, con su cabello negro recogido, usaba una blusa morada y la mirada clavada entre las páginas. En un momento, ella cerró el libro señalando con el dedo índice para saber donde retomar la lectura. Levantó la mirada hacia uno de los ventanales de la biblioteca a través de los cuales se veían las montañas de octubre. Sí, era octubre, carajo, el gran octubre, muriendo para darle paso al incomparable noviembre, el mes de los melancólicos en esta ciudad. Las cimas de las montañas estaban coronadas por unas nubes espesas y plomizas, en el resto un resplandor ocre las remataba. Reflexionaba sobre una frase recién leída. Desde su mesa un tal Gabo la miró a los ojos. Su mirada estaba entretenida entre el espectáculo de las montañas y la frase que le causó emoción. Un tal Gabo pudo leer el título de libro que ella tenía en las manos, “La insoportable levedad del ser” de Milán Kundera. Bonita, sencilla, instruida. Pero lo que lo ayudó a tomar la decisión fue su aroma. Ella olía a pinturas de óleo disueltas en trementina. Las fosas nasales de Gabo se abrieron en un estado exquisito, un respiro profundo y se decidió. Se acercó a la mesa de ella. Se quitó la chaqueta, la sacudió al aire, la colgó en el espaldar de la silla, se sentó frente a ella, no dijo nada durante cinco segundos, cerró los ojos y trago su aroma con un hambre bestial. Sí, efectivamente era pintura de aceite, más exactamente morado berenjena, disuelta en trementina. Le encantaba su aroma. Ella se salió de sus pensamientos, un poco confundida miró al extraño frente a ella en su rito de sacarse la chaqueta, miró a los lados y atrás intentando conseguir en la sala una respuesta a esto, pero se encontró con los estantes con libros. Se asustó un poco.

Un tal Gabo siempre creyó que los seres humanos tenemos una etapa en nuestras vidas en que estamos en una espera inacabable de alguien que no sabemos quién es, ni siquiera si existe, pero que nos pone a soñar. Un tal Gabo sintió un alivio cuando la olió, entendió que por ahora esa espera terminaba. Se dirigió a ella con la confianza con la que se le habla a un amigo de toda la vida. Le dijo con un tono grave mientras asentía levemente con la cabeza:

-Ya llegué.

Silencio

-Podrías pensar que el mundo está plagado de locos y levantarte e irte… o podrías entrar en mi vida, en ella hay espacio para tus defectos, tus virtudes y quiero que mi cuerpo huela a tu trementina.

La frase la confundió porque no esperaba a nadie y no sabía qué era la trementina.

Un tal Gabo creía que ella estaba ahí destinada a esperarlo. Que su madre la parió en esa silla y le ordenó que se mantuviera quieta, sin emitir sonido alguno, sin mirar con deseo a otros hombres, esperando que él llegara, y que los libros fueran sólo instrumentos para que se distrajera mientras tanto.

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